jueves, 18 de febrero de 2010

La fiebre


Se avecina la temible fiebre de las jacarandas. Las primeras en ser afectadas son, frecuentemente, las aves. Se las puede ver en los jardines y en los parques, dando gritos, en un juego yo-me-hincho y tú-me-buscas. Ella se posa en algún lugar bien visible; él vuela hasta ahí, le lanza una mirada cautelosa y ejecuta algunos breves pasos de danza; ella parece que cede, pero después alza el vuelo y se posa unos metros más allá o más acá. Y entonces, vuelta a empezar.

¡Qué extraños!, dirá alguien. Pero entonces levanta la vista y encuentra que los humanos -¿criaturas racionales?- son presa de la misma enfermedad y, no sólo eso, ¡sino que padecen incluso sus efectos secundarios! Hay parejas dondequiera: el calor les ha atravesado el cuerpo y no puede más que salir en grandes despliegues de cursilería. Por todas partes jacarandas, con su color desafiante -¿cómo puede un árbol ser morado?- por todas partes sus consecuencias -igual de vistosas, igual de repletas de alegría, igual de pasajeras: el aire se llena de besos ligeros. Ah, primavera, ¡las cosas que provocas!

Ni siquiera sé si esto es una mentira -¡la vigilia es otro sueño!, decía Borges-. Quizá el único efecto de la mentada fiebre sean mis repentinas ganas de escribir ficciones. Pero, por si acaso, manténganse alerta.