miércoles, 25 de marzo de 2009

querido parumbo

corre parumbo que te alcanza la indiferencia, migaja de pan borracha, no sabe dar más de dos pasos sin estrellar la nariz contra el suelo y no se da cuenta, se levanta y vuelve a caer, su color café lodo a cada paso más verdoso, más feo, la nariz arrugada, parumbo ahogado en alcohol, con los ojos en blanco, no me mira, no ve nada, él camina en un mundo de dulces infiernos, que quizá sea lo único cierto de este planeta perdido, que engaña, que encanta, que quiero tanto, parumbo ingenuo, insensato, piensa que el andar lo va a llevar a algún lado, no sabe, pobre mugroso, pequeño diablo, que cualquier camino no conduce más que a la nada, que ni el alcohol ni el delirio pueden curar el vacío del deseo que hiere sus pasos, desdichada criatura que lleva el horror consigo, si alguien se topa con él en la calle se cubre los ojos para no verlo, parumbo que ciega a quien lo mire, que apaga la risa, que empaña lo bello, diminuta pestilencia, andante desgracia, querido parumbo.

sábado, 21 de marzo de 2009

Cacería

Estaba sentada esperando, viendo cómo se chorreaba el tiempo mientras yo no hacía nada. En ese preciso instante creí entender perfectamente por qué Dalí pintó relojes derritiéndose.

De pronto, un pequeño minuto salió de la nada. A penas me dio tiempo de verlo y quise atraparlo, pero se aventó por la ventana y desapareció. Me quedé inmóvil, esperando a que saliera otro. Lo hizo, pero también se me escapó.

"No es posible que no puedas tomar aunque sea uno" me dije enojada. Después de todo, los minutos no son tan rápidos como los segundos.

Esperé, muy concentrada, con los ojos bien abiertos y los sentidos alertas. En cuanto vi el tercero, me abalancé sobre él. Creo que alcancé a tocar la parte de atrás de su pequeña chaqueta verde, pero se me fue. Ni siquiera le pude ver la cara.

Lo intenté infinidad de veces, ya ni recuerdo cuántas fueron. Cuando por fin llegaron a recogerme, me sobresalté.

"¿Tan pronto?"

Pues claro. El tiempo no se escurre cuando uno se pone a cazar los minutos.

viernes, 13 de marzo de 2009

El Argo


El primer rayo cayó sobre el buque de acero, que quedó cargado eléctricamente. Hacia cualquier parte que se extendiera la mano saltaban chispas. Pero todos, a bordo del Argo, se habían entrenado durante meses para ello. A nadie le importaba ya. Quiso la suerte que esa incandescencia se apagara pronto, porque comenzó a caer una lluvia tal, como nadie de a bordo —a excepción de don Melú— había visto jamás; una lluvia tan espesa que pronto desplazó todo el aire respirable. La tripulación tuvo que ponerse gafas y escafandras de submarinista. Un relámpago sucedía a otro, un trueno a otro. La tempestad ululaba. Se levantaban olas enormes y blanca espuma. Los maquinistas y fogoneros, en el vientre del barco, hacían esfuerzos sobrehumanos. Se habían atado con gruesas sogas para que los bruscos movimientos del barco no los lanzaran hacia las fauces abiertas de las calderas.
Por fin llegaron al centro del tifón. ¡Qué espectáculo se les ofreció allí! Sobre la superficie del mar, liso como un espejo, porque la propia fuerza del huracán barría las olas, bailaba un ser gigantesco. Se sostenía sobre una pata, se ensanchaba por arriba y parecía realmente un trompo del tamaño de una montaña. Daba vueltas con tal rapidez, que no se podían distinguir los detalles.

—¡Un Sum-sum gomalasticum! —exclamó entusiasmado el profesor Quadrado, mientras se sujetaba las gafas, que la lluvia le hacía resbalar una y otra vez.

—¿Puede explicarnos esto un poco más? —refunfuñó don Melú—. Somos simples marinos y...

—No moleste ahora al profesor con sus observaciones —le interrumpió la auxiliar Sara—. Es una ocasión única. Esa especie de trompo animal procede, probablemente, de las primeras etapas de la evolución. Debe de tener más de mil millones de años. Hoy no queda más que una variedad microscópica que a veces se encuentra en la salsa de tomate y, excepcionalmente, en la tinta verde. Un ejemplar de este tamaño es, seguramente, el único superviviente de su especie.

—Pero nosotros estamos aquí —gritó a través del ulular del viento el capitán— Así que el profesor ha de decirnos cómo se puede parar esa cosa.

—No lo sé —dijo el profesor—. La ciencia no ha tenido todavía ninguna ocasión de investigarlo.

—Está bien —dijo el capitán—. Primero le dispararemos y ya veremos qué pasa.

—Es una pena —se quejó el profesor.— Disparar sobre el único ejemplar de Sum-sum gomalasticum.

Pero el cañón contraficción ya apuntaba al trompo gigantesco. De la boca del cañón salió una llamarada azul de un kilómetro de longitud. No se oyó nada, porque, como todo el mundo sabe, el cañón contraficción dispara proteínas. El proyectil luminoso voló hacia el Sum-sum, pero cayó bajo el efecto del trompo, se desvió, dio varias vueltas al monstruo y fue arrastrado hacia lo alto, donde desapareció entre las negras nubes.

—¡Es inútil! —gritó el capitán Gordon—. Tenemos que acercarnos más.

—Es imposible acercarnos más —respondió don Melú—. Las máquinas trabajan a toda potencia y lo único que logramos es que la tempestad no nos empuje más lejos.

—¿Tiene alguna idea, profesor? —preguntó el capitán.

Pero el profesor se encogió de hombros, al igual que sus auxiliares, que tampoco sabían qué aconsejar. En ese momento, alguien tiró de la manga del profesor. Era la bella indígena.

—¡Malumba! —dijo con gesto elegante—. Malumba oisitu sono. Erbini samba insaltu lolobindra. Cramuna heu beni beni sadogau.

—¿Qué es lo que dice? —quiso saber el primer oficial.

—Dice —explicó el profesor— que en su pueblo hay una canción antiquísima, con la que se puede hacer dormir al «tifón andarín», si es que alguien se atreve a cantarla.

—¡Qué ridículo —refunfuñó don Melú—. Una nana para un tifón.

—¿Qué opina usted profesor? —preguntó la auxiliar Sara—. ¿Es posible una cosa así?

—No hay que tener prejuicios —dijo el profesor—. Muchas veces hay un fondo de verdad en las tradiciones de los indígenas. Quizá haya unas vibraciones sonoras determinadas que tienen alguna influencia sobre el Sum-sum gomalasticum. No sabemos nada acerca de sus condiciones de vida.

No puede perjudicarnos —decidió el capitán—. Tenemos que probarlo. Dígale que cante.

El profesor se dirigió a la bella indígena y dijo:

—Malumba didi oisafal huna-huna, ¿vafadu?

Mamosan asintió y comenzó a entonar una cantinela muy peculiar que se componía de unas pocas notas que se repetían cada vez:

Eni meni allubeni

wanna tai susura teni.

Se acompañaba con palmadas y saltaba al compás. La sencilla melodía y la letra eran fáciles de recordar. Poco a poco, otros fueron haciéndole coro, de modo que, pronto, toda la tripulación cantaba, batía palmas y saltaba al compás. Y sucedió lo que nadie habría creído. El trompo gigantesco empezó a dar vueltas más y más lentamente, se paró finalmente y comenzó a hundirse. Con el ruido de un trueno se cerraron las olas sobre él. La tempestad acabó de repente, el cielo se volvió transparente y azul y las olas del mar se calmaron. El Argo se mecía plácidamente sobre las tranquilas aguas como si jamás hubiera existido una tormenta.

—En el fondo es una lástima que hayamos hundido el Sum-sum gomalasticum. ¡El último ejemplar de su especie! Me hubiera gustado poder estudiarlo un poco más de cerca.

Fragmentos tomados de Momo, obra de Michael Ende... sí, no es mi mentira, pero es una muy divertida que contar.