domingo, 26 de abril de 2009

Surrealismo puro o puro surrealismo




Hace unos años, cuando todavía no era estudiante de filosofía y la vida estaba pintada de otros colores, tuve un sueño. El otro día lo encontré, olvidado en un viejo bahúl. Lo saqué y lo sacudí para quitarle el polvo y las telarañas. Ya no suena tanto a mí. Parece el recuerdo de alguien más.

El sueño empieza en un café en la ciudad de México. No sé si exista un lugar así en algún rincón de esta ajetreada ciudad, pero estoy segura de que era aquí. Era un lugar simpático. El estilo de las sillas, mesas y sillones no concordaba para nada. Las paredes estaban llenas de estantes con frascos, libros, adornos, flores marchitas, tubos de ensayo, papeles, latas de comida y otras mil cosas que no recuerdo. Un señor barbudo tecleaba concentrado en un aparato parecido a una máquina de escribir, pero en vez de letras, imprimía notas musicales en una hoja con pentagramas. Los demás clientes tomaban sus bebidas con tranquilidad: nadie platicaba. Y en el rincón del local, junto a la gran vitrina que daba a la calle llena de gente y automóviles, había un gato negro enroscado dentro de una jaula dorada para pájaros, donde dormía plácidamente.

Yo era yo misma, pero algunos años mayor que en ese entonces. Quizás tendría la misma edad que ahora. Me veía desde fuera, como un espectador inexistente. Era un poco más fina de cuerpo y de piel aún más blanca. El día era gris, pero caluroso y yo estaba vestida con una falda blanca de algodón que me llegaba hasta debajo de las rodillas, tacones altos y una blusa ligera de color verde olivo. Por alguna razón, los detalles se vuelven importantes cuando uno recuerda un sueño y lo plasma en tinta antes de que se esfume.

Estaba pagando mi café matutino a la joven del mostrador y después salí del lugar con mi cabello recogido en una especie de chongo, pero con aspecto despeinado.

Caminé con prisa por la acera, aunque ni yo misma sabía a dónde iba (dentro del sueño tenía cierta lógica). Pronto llegué a una gran avenida y quise atravesarla, pero los coches pasaban a gran velocidad y no había semáforo. Busqué un puente a mi alrededor, pero no había ninguno. Seguían pasando los autos rápidamente y, además de hacer ruido y despedir un montón de humo grisáceo, provocaban que mi falda y mi cabello se movieran violentamente con el aire.

Poco a poco me iba entrando más urgencia por cruzar, aunque insisto: no tenía claro a dónde quería ir. Entonces hubo un momento en el que los coches se detuvieron y esperaron en fila como si tuvieran alto, aunque no había semáforo. Después de unos segundos, me decidí y comencé a cruzar. Conforme avanzaba, los vehículos se me antojaban como un montón de seres vivos con sus faros viéndome y acechando; esperando la oportunidad para abalanzarse sobre mí.

A penas había llegado a la mitad de la extensa calle, cuando mis temores se volvieron realidad. Los coches arrancaron y yo empecé a correr para llegar a la banqueta, pero no fui lo suficientemente rápida y en cuestión de segundos vi cómo un pesero polvoso y con el parabrisas roto se acercaba a toda velocidad. Estaba a punto de atropellarme, cuando de pronto, vi algo en el aire. Era una figura humana descendiendo lentamente des cielo con un paraguas negro. Bajó hasta mí tranquilamente, me tomó por la cintura y sopló al paraguas, que nos levantó a los dos con violencia, justo en el momento en el que el camión pasaba por debajo de nosotros.

El paraguas nos dejó encima de un puente peatonal que apareció de la nada y yo miré agradecida al extraño personaje. En realidad, no era del todo humano. Vestía completamente de negro, con una gabardina vieja y raída y llevaba un sombrero de copa con el borde superior descosido y abierto.

<<¿Quién eres?>> pensé para mis adentros, pero el extraño me leyó el pensamiento y me contestó en forma de verso. Para ser sincera, no recuerdo exactamente cómo iba, pero el final era:
“…soy artista, alquimista y soñador;
mago, poeta, escritor y tu humilde servidor”

No es muy ingenioso, lo reconozco, pero sonaba mucho mejor en el sueño, mientras el extraño personaje se quitaba el viejo sombrero y hacía una reverencia. Ahora que lo pienso, me recuerda un poco al memorio de Liz.

-¿Qué estabas haciendo allá abajo?- me preguntaba sin dejar de sonreír.

-Estoy buscando un violín- dije como si nada, y en ese instante tuve la certeza de que así era.

-¿Qué clase de violín?

-Quiero comprar uno que no sea muy caro; uno chino o algo así. No muy fino.

Al instante pude sentir la desaprobación de aquel ser, pero nunca dejó de sonreír.

-Si en realidad fueras amante de la música no dirías eso.

Me sentí avergonzada y desprecié la idea al instante, pero quise justificarme ante él.

-El mío era muy bueno, pero lo perdí.

-¿Qué clase de violín era?- me preguntaba con interés.

-Lo llamaban “La sombra del viento”.

En ese momento el muchacho estalló de emoción.

-¿La sombra del viento? Es uno de los mejores del mundo. Yo mismo lo fabriqué, ¿sabes? ¡Tenemos que recuperarlo!

Y sin decir nada más, me tomó de nuevo por la cintura y sopló al paraguas que nos levantó por los aires. En cuestión de segundos vi toda la ciudad desde el cielo: las calles llenas de cochecitos en movimiento, los edificios y una espesa nata de contaminación cubriéndolo todo. Pero conforme fuimos adquiriendo altura y velocidad, el cielo fue adquiriendo su color azul y pronto las nubes nos rodearon.

El extraño personaje, sin dejar de sonreír con tranquilidad, me tendió el mango del paraguas que yo tomé con fuerza.

-No te sueltes- me dijo suavemente al oído.

Y entonces me dejó ir, mientras él se dejaba caer al vacío, agitando su sombrero de copa en el aire.

"Nos veremos de nuevo" escuché su voz dentro de mi cabeza.

Y mientras lo veía hacerse cada vez más pequeño hasta convertirse en un puntito negro, contuve el aliento y desperté.


Si no entendiero después de leer esto, entonces sigan la siguiente receta:

- Una tarde ociosa (preferentemente lluviosa o aburrida por la cuarentena provocada por la influenza).
- La película de Hayao Miyasaki "El castillo vagabundo"
- El soundtrack de Amélie
- Un par de cholocates amargos
- Diecisiete o dieciocho años
- Una noche tranquila y sin preocupaciones reales

Mezclar todo esto al gusto y producir arte sin miedo.

miércoles, 22 de abril de 2009

Los Waimos

Ahí van los waimos corriendo por las banquetas todos apachurrados, peleándose y jalándose para llegar primero a quien sabe dónde. Un waimo muy larguirucho agarró por el pescuezo a otro que era algo regordete, y lo aventó a las vías para que lo apachurrara el tren; que listo y contento se siente el waimo aquel, sin darse cuenta que por detrás se le acerca un waimo fortachón con la intención de imitar su hazaña. Los waimos son barbudos, torpes y cacarizos, siempre arruinándole la vida a los demás, no por sobresalir o triunfar, sino por el puro gusto de arruinar. Las tardes de lluvia los waimos se visten de etiqueta y salen a las calles a ser buenos o a fingir que son buenos. Pero la gente ya los conoce, te acercas tantito y entonces saltan malosos en un charco de agua puerca y te manchan la ropa y te mojan la cara y se ríen como locos. El otro día vi un waimo que estaba medio aburrido esperando que alguien se le acercara, parecía como que se moría de tristeza, pobre waimo aquel, ya todos se saben sus artimañas y ni los parumbos se fían; yo me le acerqué porque me dio mucha curiosidad el waimo tristón y le dije - ya no llores waimo maloso, mejor haz el bien – que mala idea la mía, pues el waimo tristón que se para y me da un pisotón y mientras me sobaba el juanete que me hace nudos las agujetas y entonces recordé lo que siempre decía mi abuelo, nunca te fíes de los waimos, siempre están al acecho. Me enojé mucho y me fui llorando de ahí, mientras el waimo se reía babeante y se mordía las costras de los brazos.

martes, 14 de abril de 2009

El memorio

Un memorio caminaba con paso elegante por una calle concurrida. Aunque su altura rebasaba un poco la estatura promedio, nadie parecía notar su presencia. En la mano derecha sostenía un paraguas negro, que a pesar de los remiendos era muy útil para protegerlo de los pensamientos de los transeúntes. Las palabras brotaban de todas partes: se evaporaban de sus cabezas, salían en tropel de sus bocas, chocaban unas con otras, se atropellaban, se devoraban entre ellas, algunas incluso bailaban una especie de tango argumentativo en el espacio abierto de la calle, justo por debajo de los cables de luz. La mayor parte terminaba amontonada contra las paredes o pisoteada por cientos de zapatos de oficinistas apurados. Algunas formaban charcos en la banqueta. En medio de todo este desorden, el memorio permanecía imperturbable. Las palabras no lo alcanzaban. Las frases se deslizaban por la superficie de su paraguas y caían delicadamente, formando una cortina de murmullos a su alrededor. Y dentro de ella, el memorio caminaba ausente, perdido en un abismo de recuerdos.

jueves, 2 de abril de 2009

Doble descubrimiento

Ayer vi un parumbo. Ya había escuchado y leído sobre ellos, pero nunca había visto uno. Incluso llegué a pensar que no existían y que se trataba de una mera invención que pretendía tomarme el pelo. Por eso me sorprendí bastante cuando lo vi aparecer por una esquina del cuaderno de Liz.

Estábamos en clase de Heidegger y no podía intentar atraparlo, porque seguramente iba a hacer un escándalo enorme y Pilar se habría molestado bastante. Admás a Liz tampoco le habría encantado que rompiera su apunte para apoderarme del dichoso parumbo. Por eso contuve la respiración y me limité a observar. Procuré no perderlo de vista para que no se me escapara ningún detalle.

De inmediato supe que era un parumbo. Era pequeño, colmilludo y malencarado. Tenía los bracitos levantados y la boca abierta en una actitud amenazante, pero la verdad no daba mucho miedo. Por supuesto, nunca se lo diría, pues de por sí ya tiene suficientes tendencias autodestructivas como para deprimirlo más.

Lo que más me llamó la atención fue la textura de su piel. No estoy segura si eran pelos o escamas. Sea lo que sea, era de un color verde metálico muy agradable a la vista. Por desgracia, no se puede decir lo mismo de su olor. Apestaba de una manera impresionante para ser tan chiquito.

Me gustaría poder hablarles más del parumbo, pero no pude estudiarlo más porque Liz cambió la página del cuaderno y lo perdí de vista. Eso sí, nuestra compañera es una gran artista...