Se avecina la temible fiebre de las jacarandas. Las primeras en ser afectadas son, frecuentemente, las aves. Se las puede ver en los jardines y en los parques, dando gritos, en un juego yo-me-hincho y tú-me-buscas. Ella se posa en algún lugar bien visible; él vuela hasta ahí, le lanza una mirada cautelosa y ejecuta algunos breves pasos de danza; ella parece que cede, pero después alza el vuelo y se posa unos metros más allá o más acá. Y entonces, vuelta a empezar.
¡Qué extraños!, dirá alguien. Pero entonces levanta la vista y encuentra que los humanos -¿criaturas racionales?- son presa de la misma enfermedad y, no sólo eso, ¡sino que padecen incluso sus efectos secundarios! Hay parejas dondequiera: el calor les ha atravesado el cuerpo y no puede más que salir en grandes despliegues de cursilería. Por todas partes jacarandas, con su color desafiante -¿cómo puede un árbol ser morado?- por todas partes sus consecuencias -igual de vistosas, igual de repletas de alegría, igual de pasajeras: el aire se llena de besos ligeros. Ah, primavera, ¡las cosas que provocas!
Ni siquiera sé si esto es una mentira -¡la vigilia es otro sueño!, decía Borges-. Quizá el único efecto de la mentada fiebre sean mis repentinas ganas de escribir ficciones. Pero, por si acaso, manténganse alerta.
Solamente somos autómatas... no hay nada de qué sorprenderse... es parte de la gran farza: de alguna manera las máquinas deben seguir existiendo...
ResponderEliminarPues qué máquinas tan extrañas somos que nos da por cuestionarnos por el color de los árboles...
ResponderEliminar