
Hace unos años, cuando todavía no era estudiante de filosofía y la vida estaba pintada de otros colores, tuve un sueño. El otro día lo encontré, olvidado en un viejo bahúl. Lo saqué y lo sacudí para quitarle el polvo y las telarañas. Ya no suena tanto a mí. Parece el recuerdo de alguien más.
El sueño empieza en un café en la ciudad de México. No sé si exista un lugar así en algún rincón de esta ajetreada ciudad, pero estoy segura de que era aquí. Era un lugar simpático. El estilo de las sillas, mesas y sillones no concordaba para nada. Las paredes estaban llenas de estantes con frascos, libros, adornos, flores marchitas, tubos de ensayo, papeles, latas de comida y otras mil cosas que no recuerdo. Un señor barbudo tecleaba concentrado en un aparato parecido a una máquina de escribir, pero en vez de letras, imprimía notas musicales en una hoja con pentagramas. Los demás clientes tomaban sus bebidas con tranquilidad: nadie platicaba. Y en el rincón del local, junto a la gran vitrina que daba a la calle llena de gente y automóviles, había un gato negro enroscado dentro de una jaula dorada para pájaros, donde dormía plácidamente.
Yo era yo misma, pero algunos años mayor que en ese entonces. Quizás tendría la misma edad que ahora. Me veía desde fuera, como un espectador inexistente. Era un poco más fina de cuerpo y de piel aún más blanca. El día era gris, pero caluroso y yo estaba vestida con una falda blanca de algodón que me llegaba hasta debajo de las rodillas, tacones altos y una blusa ligera de color verde olivo. Por alguna razón, los detalles se vuelven importantes cuando uno recuerda un sueño y lo plasma en tinta antes de que se esfume.
Estaba pagando mi café matutino a la joven del mostrador y después salí del lugar con mi cabello recogido en una especie de chongo, pero con aspecto despeinado.
Caminé con prisa por la acera, aunque ni yo misma sabía a dónde iba (dentro del sueño tenía cierta lógica). Pronto llegué a una gran avenida y quise atravesarla, pero los coches pasaban a gran velocidad y no había semáforo. Busqué un puente a mi alrededor, pero no había ninguno. Seguían pasando los autos rápidamente y, además de hacer ruido y despedir un montón de humo grisáceo, provocaban que mi falda y mi cabello se movieran violentamente con el aire.
Poco a poco me iba entrando más urgencia por cruzar, aunque insisto: no tenía claro a dónde quería ir. Entonces hubo un momento en el que los coches se detuvieron y esperaron en fila como si tuvieran alto, aunque no había semáforo. Después de unos segundos, me decidí y comencé a cruzar. Conforme avanzaba, los vehículos se me antojaban como un montón de seres vivos con sus faros viéndome y acechando; esperando la oportunidad para abalanzarse sobre mí.
A penas había llegado a la mitad de la extensa calle, cuando mis temores se volvieron realidad. Los coches arrancaron y yo empecé a correr para llegar a la banqueta, pero no fui lo suficientemente rápida y en cuestión de segundos vi cómo un pesero polvoso y con el parabrisas roto se acercaba a toda velocidad. Estaba a punto de atropellarme, cuando de pronto, vi algo en el aire. Era una figura humana descendiendo lentamente des cielo con un paraguas negro. Bajó hasta mí tranquilamente, me tomó por la cintura y sopló al paraguas, que nos levantó a los dos con violencia, justo en el momento en el que el camión pasaba por debajo de nosotros.
El paraguas nos dejó encima de un puente peatonal que apareció de la nada y yo miré agradecida al extraño personaje. En realidad, no era del todo humano. Vestía completamente de negro, con una gabardina vieja y raída y llevaba un sombrero de copa con el borde superior descosido y abierto.
<<¿Quién eres?>> pensé para mis adentros, pero el extraño me leyó el pensamiento y me contestó en forma de verso. Para ser sincera, no recuerdo exactamente cómo iba, pero el final era:
“…soy artista, alquimista y soñador;
mago, poeta, escritor y tu humilde servidor”
No es muy ingenioso, lo reconozco, pero sonaba mucho mejor en el sueño, mientras el extraño personaje se quitaba el viejo sombrero y hacía una reverencia. Ahora que lo pienso, me recuerda un poco al memorio de Liz.
-¿Qué estabas haciendo allá abajo?- me preguntaba sin dejar de sonreír.
-Estoy buscando un violín- dije como si nada, y en ese instante tuve la certeza de que así era.
-¿Qué clase de violín?
-Quiero comprar uno que no sea muy caro; uno chino o algo así. No muy fino.
Al instante pude sentir la desaprobación de aquel ser, pero nunca dejó de sonreír.
-Si en realidad fueras amante de la música no dirías eso.
Me sentí avergonzada y desprecié la idea al instante, pero quise justificarme ante él.
-El mío era muy bueno, pero lo perdí.
-¿Qué clase de violín era?- me preguntaba con interés.
-Lo llamaban “La sombra del viento”.
En ese momento el muchacho estalló de emoción.
-¿La sombra del viento? Es uno de los mejores del mundo. Yo mismo lo fabriqué, ¿sabes? ¡Tenemos que recuperarlo!
Y sin decir nada más, me tomó de nuevo por la cintura y sopló al paraguas que nos levantó por los aires. En cuestión de segundos vi toda la ciudad desde el cielo: las calles llenas de cochecitos en movimiento, los edificios y una espesa nata de contaminación cubriéndolo todo. Pero conforme fuimos adquiriendo altura y velocidad, el cielo fue adquiriendo su color azul y pronto las nubes nos rodearon.
El extraño personaje, sin dejar de sonreír con tranquilidad, me tendió el mango del paraguas que yo tomé con fuerza.
-No te sueltes- me dijo suavemente al oído.
Y entonces me dejó ir, mientras él se dejaba caer al vacío, agitando su sombrero de copa en el aire.
"Nos veremos de nuevo"escuché su voz dentro de mi cabeza.
Y mientras lo veía hacerse cada vez más pequeño hasta convertirse en un puntito negro, contuve el aliento y desperté.
Si no entendiero después de leer esto, entonces sigan la siguiente receta:
- Una tarde ociosa (preferentemente lluviosa o aburrida por la cuarentena provocada por la influenza).
- La película de Hayao Miyasaki "El castillo vagabundo"
- El soundtrack de Amélie
- Un par de cholocates amargos
- Diecisiete o dieciocho años
- Una noche tranquila y sin preocupaciones reales
Mezclar todo esto al gusto y producir arte sin miedo.
El sueño empieza en un café en la ciudad de México. No sé si exista un lugar así en algún rincón de esta ajetreada ciudad, pero estoy segura de que era aquí. Era un lugar simpático. El estilo de las sillas, mesas y sillones no concordaba para nada. Las paredes estaban llenas de estantes con frascos, libros, adornos, flores marchitas, tubos de ensayo, papeles, latas de comida y otras mil cosas que no recuerdo. Un señor barbudo tecleaba concentrado en un aparato parecido a una máquina de escribir, pero en vez de letras, imprimía notas musicales en una hoja con pentagramas. Los demás clientes tomaban sus bebidas con tranquilidad: nadie platicaba. Y en el rincón del local, junto a la gran vitrina que daba a la calle llena de gente y automóviles, había un gato negro enroscado dentro de una jaula dorada para pájaros, donde dormía plácidamente.
Yo era yo misma, pero algunos años mayor que en ese entonces. Quizás tendría la misma edad que ahora. Me veía desde fuera, como un espectador inexistente. Era un poco más fina de cuerpo y de piel aún más blanca. El día era gris, pero caluroso y yo estaba vestida con una falda blanca de algodón que me llegaba hasta debajo de las rodillas, tacones altos y una blusa ligera de color verde olivo. Por alguna razón, los detalles se vuelven importantes cuando uno recuerda un sueño y lo plasma en tinta antes de que se esfume.
Estaba pagando mi café matutino a la joven del mostrador y después salí del lugar con mi cabello recogido en una especie de chongo, pero con aspecto despeinado.
Caminé con prisa por la acera, aunque ni yo misma sabía a dónde iba (dentro del sueño tenía cierta lógica). Pronto llegué a una gran avenida y quise atravesarla, pero los coches pasaban a gran velocidad y no había semáforo. Busqué un puente a mi alrededor, pero no había ninguno. Seguían pasando los autos rápidamente y, además de hacer ruido y despedir un montón de humo grisáceo, provocaban que mi falda y mi cabello se movieran violentamente con el aire.
Poco a poco me iba entrando más urgencia por cruzar, aunque insisto: no tenía claro a dónde quería ir. Entonces hubo un momento en el que los coches se detuvieron y esperaron en fila como si tuvieran alto, aunque no había semáforo. Después de unos segundos, me decidí y comencé a cruzar. Conforme avanzaba, los vehículos se me antojaban como un montón de seres vivos con sus faros viéndome y acechando; esperando la oportunidad para abalanzarse sobre mí.
A penas había llegado a la mitad de la extensa calle, cuando mis temores se volvieron realidad. Los coches arrancaron y yo empecé a correr para llegar a la banqueta, pero no fui lo suficientemente rápida y en cuestión de segundos vi cómo un pesero polvoso y con el parabrisas roto se acercaba a toda velocidad. Estaba a punto de atropellarme, cuando de pronto, vi algo en el aire. Era una figura humana descendiendo lentamente des cielo con un paraguas negro. Bajó hasta mí tranquilamente, me tomó por la cintura y sopló al paraguas, que nos levantó a los dos con violencia, justo en el momento en el que el camión pasaba por debajo de nosotros.
El paraguas nos dejó encima de un puente peatonal que apareció de la nada y yo miré agradecida al extraño personaje. En realidad, no era del todo humano. Vestía completamente de negro, con una gabardina vieja y raída y llevaba un sombrero de copa con el borde superior descosido y abierto.
<<¿Quién eres?>> pensé para mis adentros, pero el extraño me leyó el pensamiento y me contestó en forma de verso. Para ser sincera, no recuerdo exactamente cómo iba, pero el final era:
“…soy artista, alquimista y soñador;
mago, poeta, escritor y tu humilde servidor”
No es muy ingenioso, lo reconozco, pero sonaba mucho mejor en el sueño, mientras el extraño personaje se quitaba el viejo sombrero y hacía una reverencia. Ahora que lo pienso, me recuerda un poco al memorio de Liz.
-¿Qué estabas haciendo allá abajo?- me preguntaba sin dejar de sonreír.
-Estoy buscando un violín- dije como si nada, y en ese instante tuve la certeza de que así era.
-¿Qué clase de violín?
-Quiero comprar uno que no sea muy caro; uno chino o algo así. No muy fino.
Al instante pude sentir la desaprobación de aquel ser, pero nunca dejó de sonreír.
-Si en realidad fueras amante de la música no dirías eso.
Me sentí avergonzada y desprecié la idea al instante, pero quise justificarme ante él.
-El mío era muy bueno, pero lo perdí.
-¿Qué clase de violín era?- me preguntaba con interés.
-Lo llamaban “La sombra del viento”.
En ese momento el muchacho estalló de emoción.
-¿La sombra del viento? Es uno de los mejores del mundo. Yo mismo lo fabriqué, ¿sabes? ¡Tenemos que recuperarlo!
Y sin decir nada más, me tomó de nuevo por la cintura y sopló al paraguas que nos levantó por los aires. En cuestión de segundos vi toda la ciudad desde el cielo: las calles llenas de cochecitos en movimiento, los edificios y una espesa nata de contaminación cubriéndolo todo. Pero conforme fuimos adquiriendo altura y velocidad, el cielo fue adquiriendo su color azul y pronto las nubes nos rodearon.
El extraño personaje, sin dejar de sonreír con tranquilidad, me tendió el mango del paraguas que yo tomé con fuerza.
-No te sueltes- me dijo suavemente al oído.
Y entonces me dejó ir, mientras él se dejaba caer al vacío, agitando su sombrero de copa en el aire.
"Nos veremos de nuevo"